jueves, 10 de diciembre de 2009

MaNiFiEsTo OnTOfóBiCo



Antecedentes autobiográficos

Desde antes de nacer: cuando en el fondo del vientre de mi madre carecía de lenguaje, cuando mi boca aún no se rajaba y tenía el rostro embozado de piel, ya mis manos buscaban sobre qué cerrarse: 70 veces intenté subir por aquella escalera de vértebras resbalosas y 70 veces caí en el océano amniótico sin haber logrado arrancar esa manzana en forma de corazón que allá en lo alto del tórax de mi madre iba y venía diciéndome que NO.

Cómo lamenté, años después, cuando en mi infancia conocí las resorteras, no haber tenido, en el pasado prenatal, un instrumento de esos para derribar de una pedrada aquél fruto prohibido y palpitante que estuve a punto de alcanzar el día en que burlado, magullado y resentido fui arrojado al mundo.

Nací odiando todo, pues inválido en mi cuna, incapaz de sostenerme en pie, de defenderme a puñetazos de las caras borrosas que se inclinaban a besarme con la fetidez de sus labios adultos, solo podía llorar, amoratarme, retorcerme dentro de la chambrita azul que me pusieron a modo de camisón de fuerza, porque desde el comienzo fui tratado como un loco, o mejor aún, como un imbécil a quien le hacían muecas grotescas y ridículas: se colocaban frente a mí y metiéndose el dedo en la boca, producían unos ruidos estúpidos: agú dadá, agú dadá o pruu pruupurrú. Y luego, para colmo, sin pensar en mi dignidad ni en mi piel escaldada por la incontinencia, me buscaban las cosquillas haciendo que me revolcara como un trozo de carne sin voluntad. Nunca odié más a mis padres.

Constantemente sentía hambre, frío, sed, calor, angustia y un incontenible deseo de alcanzar el corazón de mi madre, al que por cierto muy pronto sustituí por el foco, corazón del cuarto, y después, como Calígula, por la Luna, corazón de la noche. Fue mi anhelo de imposibles lo que me hizo crecer, desarrollarme de frustración en frustración: desde el frasco de mermelada prohibido hasta la prohibida cintura de mi maestra de kinder, desde el sueño prohibido de acogotar a mi padre hasta la almohada donde estrujaba a Marilyn Monroe, Kin Novac, María Félix y una larguísima serie de mujeres prohibidas que hicieron de mí un mocoso precoz, misógino e insomne.

Mi pubertad transcurrió en enfermerías, donde me paraban las hemorragias nasales con compresas en la frente, o en la cocina de mi casa con un bistec sobre los ojos, pues mis contemporáneos sólo conocí los golpes y de mis mayores, los golpes, la corrupción y la terquedad. Llegué a la adolescencia convertido en un consumado misántropo, pues no sólo odiaba a todos los seres humanos, cualquiera que fuese su clase social, color, sexo, edad, religión o postura política, sino que también me odiaba a mi mismo como a mis prójimos, pues era tal el parecido con mi padre que no podía verme al espejo ni matarme: qué asco manchar mis manos con esa sangre de su sangre.

Me volví retraído, arisco, solitario: sólo me sentía bien con los objetos: la pared del pasillo, la dura, lisa y fría pared que acariciaba con los brazos extendidos; los mosaicos del baño sobre los que apoyaba primero una mejilla y luego la otra durante horas hasta resfriarme; la coladera de la tina sobre la que tenía el oído para escuchar los eructos del caño y enterarme del horario escatológico de los vecinos. Pero hasta ese mundo de terrones de arcilla que pulverizaba con los dedos, de alfileres cuyas agudas puntas me ponía a mirar extasiado; ese mundo maravilloso de bolsas de celofán, cortinas de plástico, manteles ahumados, micas y láminas de acrílico, objetos que semejaban condensaciones del vacío, comenzó a repugnarme: se trataba de cosas transparentes, pero existían, estaban ahí, eran. La misma agua incolora, inodora e insípida tenía el defecto de existir, el aire completamente vano, sutíl y microscópico estaba ahí, hasta las inasibles e inmateriales ideas tenían un ser, eran reales como el corazón de mi madre.

Yo aprendí la palabra “misoginia” en Papini y “misantropía” en Lovecraft; pero mi odio iba más allá: mi odio era rotundo, total y metafísico, y requería un concepto, un término preciso que nunca encontré en nadie: ni siquiera en Shopenhauer que con el Nirvana anduvo cerca, ni siquiera en Cioran que con su moderno escepticismo anduvo cerca, ni en Bataille, ni en Bukowski, ni en el tenebroso Mallarmé. Nadie había odiado lo suficiente para acuñar la palabra ontofobia, nadie había execrado lo bastante la existencia para inventar en verbo ontofobiar. Yo, en cambio, desde nonato lo he ontofobiado todo.

Exposición de la ontofobia.

No basta con odiar la realidad, es preciso ignorarla: el odio es todavía una manera de vincularse con el mundo, una forma de deferencia, un esfuerzo que las cosas no merecen. Uno se consuela odiando, viendo desde el resentimiento, soñando con el ansiado día en que por fin todos los días terminen y la mala levadura de la que está hecho cuanto existe se pudra, se agote, se caiga en trillones de pedazos al fondo de la nada.

No hace falta esperar ni contribuir con nuestro odio a esa aniquilación: los ontófobos somos destructores pasivos, porque la acción, sea cual fuere el estrago que provoque, hace reverdecer el universo y gesta, siempre, un nuevo orden espurio: se puede golpear la roca pero sigue arena, se puede golpear la arena pero sigue harina, se puede golpear la harina hasta hacerla talco y aún el talco se puede triturar para volverlo éter; pero aunque golpeáramos el éter no podríamos deshacernos del espacio y, en cambio, no existe nada que resulte capaz de resistir el liso desdén de la espalda ni la indiferencia fulminante de unos ojos en blanco.

Los ontófobos, con todo, no perdemos la esperanza, pues de la tierra nos conmueve el irrefrenable crecimiento de los desierto, y del cosmos, la proliferación de los hoyos negros; nos conmueve también la lenta ruina que se va abriendo paso a través de las grietas, las cuarteadoras y las fallas del planeta; nos conmueve la muerte entrópica, insaciable y sistemática; nos conmueve la enfermedad: nos deja heridos, tumbados en la cama, disminuidos y lacios; nos conmueve el olvido, las quiebras amorosas, los ademanes que no obtiene respuesta. Nos conmueven los brotes en que surge el vacío y saludamos conmovidos cualquier indicio, cualquier pálido anticipo de la nada.

Los ontófobos somos solitarios. Los ontófobos no cabemos en el mismo cuarto, ni en la misma casa, ni en la misma ciudad: cada universo tiene suficiente con un solo ontófobos. Nosotros despreciamos a quienes son incapaces de estar solos, a quienes necesitan formar una pareja, pertenecer a un club, entrar en una cofradía de enfermos para hacerse fuertes. Nosotros despreciamos a los montoneros, a quienes sólo es posible psicoanalizar en masa, a quienes tienen el alma colectiva, y despreciamos a quienes se distinguen de la masa volviéndose sus jefes, sus representantes: no son nada, no valen nada: son la carátula de millones de seres zagueros, insignificancias que consiguen sobrenadar. Los ontófobos despreciamos a quienes nacen con la vocación de apelmazarse, a quienes se conglomeran como bolitas de poliuretano para formar esos rebaños que se llaman sectas o sociedades. Despreciamos a quienes se juntan para buscar calor “humano”: más de una persona irradia un calor que ya no es humano. Despreciamos a quienes liman sus aristas con tal de acoplarse. Despreciamos a quienes están de acuerdo, a quienes comulgan con el mismo dogma: son altaneros, iracundos, peligrosos: muerden a los del bando contrario. Los ontófobos despreciamos también a los del bando contrario: en esencia integran un bando igual de belicoso y cerrado. Despreciamos a todos los bandos. Los ontófobos somos solitarios.

Los ontófobos odiamos a los solitarios: son tan poca cosa que no los admiten en los rebaños: son engreídos, envidiosos, egoístas, pusilánimes y románticos. Los solitarios son almas contestatarias, puntualmente idénticas aunque inversas, siempre a un paso de ser asimiladas, de disolverse en la masa que desprecian. Los ontófobos odiamos el desprecio, porque no es la genuina indiferencia, es todavía una soga que amarra con el mundo, aunque sea una soga que flagela. Los ontófobos odiamos los látigos porque reparten caricias de odio, porque lamen con su lengua allí donde escaldan, allí donde el estallido se hace surco en la carne para sembrar la sumisión. Los ontófobos odiamos la sumisión porque es el cemento con el que se construyen los tronos de quienes deciden el orden. Y sobre todas las cosas, los ontófobos odiamos el orden, porque el orden es el soporte de la realidad.

Y por eso preferimos el silencio a la furia y al sonido, y nos parece mejor el nadir que el cenit, y creemos que el caos está por encima del cosmos, y la antilógica de la poesía por encima de la lógica cuadriculada de la ciencia. Los ontófobos estamos más cerca de la anarquía espontánea de la plebe que de la anarquía reflexionada de la aristocracia: el poder nos produce náuseas, y la riqueza, placer. A los ontófobos nos atrae el placer, porque el goce extingue por un momento la conciencia, y nos gusta la risa, porque es un solvente del orden: lo que divierte divorcia del universo; no es casual que la risa sea fragmentaria: entre cada ja ja se cuela la nada: por eso la risa rompe cuanto embiste. Los ontófobos amamos la risa y, por ello, nos dan risa los románticos, esos odiadotes moderados: adolescentes con un ridículo conflicto de abismo generacional. El abismo que los ontófobos quisiéramos cavar no es tan sólo la fosa para que quepan nuestros padre, es el barranco para lanzar a Dios con todos los dioses y todos los mundos. Es el abismo que cava la risa, la risa fácil de todos los días, la risa que está al alcance de cualquiera; pero, principalmente, la risa de quien tiene el valor de reír a solas.

Filosofía para inconformes
Fin del mundo; Los punsetes.

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